El anhelo de las mujeres feministas en México por conquistar los espacios públicos es un sueño sembrado por décadas de lucha, resiliencia y una férrea convicción de que el lugar de la mujer no está confinado a los límites de lo privado, sino que pertenece, con la misma legitimidad y poder, al dominio de lo público. Desde la primera mujer en tomar las riendas de un estado en nuestro país, Griselda Álvarez, quien gobernó Colima en 1979, hasta las más recientes gobernadoras como Amalia García en Zacatecas, Claudia Pavlovich en Sonora, y recientemente, Delfina Gómez en el Estado de México, las mujeres han abierto paso a machetazos (metafóricamente hablando), a través de un bosque espeso de discriminación, misoginia y violencia. Cada una de ellas ha representado un paso significativo hacia la igualdad en una nación que por siglos las ha relegado a la sombra.
Pero el gran sueño de ver a una mujer ocupar la Presidencia de la República se mantiene como el último bastión de una democracia genuinamente representativa en México. Durante años, la promesa de una mujer presidenta ha iluminado la imaginación de millones de mexicanas y mexicanos que creemos en la justicia, en la capacidad que tenemos las mujeres para liderar con empatía, inteligencia y una perspectiva transformadora. Las feministas, en particular, hemos trabajado sin descanso para abrir camino, dejar buen ejemplo, visibilizar las brechas y abogar por una participación política que no esté sujeta a las reglas del patriarcado, sino que sea autónoma y revolucionaria.
Y finalmente, cuando llega ese día tan esperado, el día en que una mujer se convierte en la primera presidenta de México, la alegría de muchas feministas se mezcla con una amarga desilusión. En lugar de celebrarse como una victoria auténtica de la lucha feminista, su llegada al poder lleva el estigma de ser resultado de un dedazo, de ser un capricho de un presidente hombre que, en una aparente jugada de apertura, le ha dejado por escrito lo que debe hacer, cómo debe gobernar y con quién debe rodearse. No hay autonomía, no hay revolución en su liderazgo, sino una continuidad de lo mismo, disfrazada de progreso.
Esta decepción es profunda y punzante, porque las feministas no luchamos solo por la representación, sino por una representación genuina y libre. Hemos buscado que el ascenso de una mujer al poder sea fruto de su preparación, su compromiso y su capacidad, no de un juego político que mantiene intactas las estructuras de poder patriarcales. La desilusión no reside en que una mujer ocupe la silla presidencial, sino en que esa mujer llegue atada a los hilos del patriarcado, sin la posibilidad de cortar esas cuerdas y gobernar con la independencia que prometía su género. Las feministas mexicanas seguiremos soñando, entonces, con el día en que una mujer llegue al poder no como títere de un sistema machista, sino como arquitecta de su propio destino y del destino de una nación que aún tiene mucho por aprender de la equidad.